18 feb 2014

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA*

Yo soy un buen cristiano. Se muere mi abuela y le pongo una esquela en el periódico de 600 pavos. Le compro flores a 75 € el ramo y le pongo una misa de 15 € al mes. Mantengo la fe y ese negocio que es la muerte y no me verás protestar.
Soy también un ciudadano ejemplo. Me valoro a mí mismo y construyo mi persona a través de objetos.
Tengo un mac: soy diferente; inquieto; contemporáneo. 
Voy en moto: tengo una vena salvaje e insumisa. 
Me he hecho una cocina con barra americana: es que soy la re-hostia.
Intachable. Incuestionable.

Pero todo ésto cuesta. 
Triunfar según las leyes de la mayoría sale caro, claro, así que ni se te ocurra criticarme cuando te diga que mi trabajo consiste en dejar ciega a la gente.

Mi jefe es un tipo listo al que no le gusta que le deban dinero. No parte piernas ni revienta rodillas de un disparo. No es un jodido primitivo. Es mucho más listo. 
Cuando alguien le toca las pelotas me llama y yo, que tengo buen pulso, necesidades y un estómago de cirujano, acudo a operar sus lindos ojitos, generalmente vidriosos, siempre inyectados en terror, para que no vuelvan a ver nunca jamás.
La ceguera infunde respeto. Las deudas merman.

Obviamente la gente teme a la ceguera. Incluso más que a la propia muerte. Créeme, si hubieses presenciado la mitad de cosas que yo, confiarías en esto que te estoy contando. 
Cuando me dispongo a hacer el trabajito de turno la gente se me deshace entre sollozos y súplicas. Le aterra la condena de una vida en negro. Sólo negro y nada más. Negro para siempre. Comprenden que ya no serán la misma persona autónoma. Ni un mísero gris. Nada. Ni un bulto borroso. Nada. Y, además, tropezarán en cualquier momento.

Pero yo soy inflexible pues no es éste tipo el que me paga. Yo ejecuto mi cirugía y me embolso mi dinerín para comprarme un mueble, un coche, una camisa de lino o ponerle una vela a San Antón.
Si la cena me ha sentado bien, soy rápido y aplico un pequeño corte con el bisturí sobre la retina, anulándola por completo pero dejando una diminuta herida de la que no quedará rastro en unos pocos días.
Si he discutido o se me ha roto un plato, la herida en cuestión aumenta o adquiere la forma de "X", mucho más dolorosa y traumática para el globo ocular. ¡Dónde va a parar!. Del punto de unión entre las dos diagonales rezuma un líquido viscoso que retiro con mi dedo corazón sin desinfectar. Así soy de cabrón.
Ya si el día me ha ido mal... Directamente le aplico al ojo del pobre hombre una descarga repetida de punzonazos que lo convierten en un colador. Y, si me tocas los cojones, como anestesia... Espray de pimienta, que bastante tengo yo para mí.

Cuando logro que se calmen, a base de darles alguna falsa esperanza (lo se, menudo hijoputa, jajajaja), les pregunto qué sería lo último que mirarían. Hay tres respuestas mayoritarias: 
a) El mar. 
Y yo les digo, pero hombre, si sólo lo vas a ver cuatro días en agosto y eso que te queda a veinte minutos de casa. ¿Ves cómo no es para tanto?. Hala, ahora te jodes por no haber pagado.
b) Mi mujer.
Y yo les digo, pero hombre si luego te partes el cuello mirándole el culo a la primera que pasa e incluso en el bar la llamas pesada. ¿Ves cómo no es para tanto?. Hala,  ahora te jodes, por no haber sido más detallista. Nah es coña, es por no haber pagado. 
c) Mis hijos. 
Y yo les digo, pero hombre si les acuestas a las 8 de la tarde o les pones la tele para que te dejen en paz. Nunca juegas con ellos ni les lees cuentos y crecen ante tí sin que te des ni cuenta. ¿Ves cómo no es para tanto?.  Hala, ahora te jodes, por desarraigado y, obviamente, por moroso. 

Y el tío en cuestión llora aún más porque no se sabe despedir del mundo o porque le acabo de abrir los ojos (aunque de poco le sirve porque se los voy a cerrar para siempre jajajaj).

A lo que sí le doy vueltas cuando llego a casa es a esa última imagen. Todos esos tipos ven por última vez lo mismo que todos vemos a cada momento sin darnos cuenta: un sobre de dinero -que ansiamos- en bolsillo ajeno y un cuchillo precipitándose sobre nosotros.



*ensayo sobre la ceguera es, en realidad, un libro genial de José Saramago

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